5.6.09

Novela por entregas No. 1

Uta... después de mucho tiempo sin escribirle al blog, hoy había un comentario que decía "ya ponte a escribir". Han pasado tantas cosas, tantas otras no han pasado (como en mi vida: -aquí no pasa ná) y muchas más van a pasar, o al menos eso parece.

En el principio fue la influenza.

Yo era feliz, muy muy feliz. Por fin, luego de ser un enfermizo y chaquetero lector de ciencia ficción, iba a poder vivir eso que todo friki del ciberpunk quiere experimentar: la destrucción de la humanidad por un virus. En el segundo día de la vorágine epidémica, luego del jueves en que salió Calderón a dar su memorable aviso del "virus desconocido, incurable y mortal", empecé a ver cómo subían las cifras de muertos dadas por la Secretaría de Salud, fui testigo de las medidas restrictivas de contacto físico y la exhortación del uso del cubrebocas, los cambios en el nivel de alerta de la OMS, los brotes del virus en países incluso lejanos... todo parecía indicar que veríamos hospitales llenos de enfermos, camiones de redilas repletos de cadáveres y pilas de muertos calcinándose en tiraderos a cielo abierto.
Me obsesioné con las noticias, despertaba, sacaba de la inactividad la computadora (que había estado prendida toda la noche), revisaba el website de El universal, el de la OMS, el Diario de Morelos y lo que iba saliendo por ahí. De la teoría del shock al ataque bacteriológico de terroristas musulmanes. Así cada mañana y cada noche, a veces también en la tarde cuando no había mucho trabajo.

Después fue el paro de actividades.

Mi primo y yo planeábamos una expedición a D.F. para tomar fotos y ver lo que pasaba, fantaseábamos con encontrar un cerco de sacos llenos de arena, alambre de púas y militares con máscaras antigás en las entradas del D.F., imaginábamos camiones sanitarios recorriendo las calles para recoger a los enfermos que caminaban como perdidos por las calles repletas de basura y cubrebocas manchados de sandre y moco.
Pensábamos en el fin del mundo, en este mundo en el que vivimos y que muchas veces le perdimos el sentido; ser testigo de su fin confería sentido a la existencia, nos ponía al límite, nos colocaba en una situación en la que lucharíamos por subsistir o moriríamos enfermos como los demás, nos arrojaba a la posibilidad de la violencia más animal, más radical que surge en momentos de excepción. Nos hacía sentirnos vivos, a mí, a Mar, a Iván, mi primo.

Y luego, todo acabó.

Se fue como la fantasía que era, todo regresó a la normalidad y nuestro sueño se escapó, nuestra nueva vida se exterminó entre el gel desinfectante y los cubrebocas sin usar.
No hubo más violencia vital ni planes de huída, no hubo más bienestar en la desgracia, no hubo más sorpresas ni más espontaneidad.

Patético y triste. Fuimos un trío de melancólicos misántropos que veían la redención de su caída en el fin de la humanidad, y al final de todo, no hubo menos humanidad ni más destrucción, nada cambió. "Todo permanecerá igual/ las sonrisas gastadas/ el interés interesado/ todo permanecerá igual" nos dijo Alejandra Pizarnik.
Qué razón tuvo.

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